Los negros siempre han sido para los dueños de Cuba factores de producción u objeto de propaganda.
El racismo es un tema que sigue siendo sensible sesenta años después que el castrismo decretara la igualdad de todos los cubanos fundidos en el crisol de la “verdadera” independencia. Sin embargo, nada más lejos de la verdad, pues el racismo campea por sus respetos en Cuba. Exacerbado, si cabe, con la crisis económica y la falta de oportunidades a la que se enfrenta esa parte de la comunidad nacional, alejada de las remesas y de los programas gubernamentales encaminados a reivindicar los derechos de las minorías cara al extranjero.
Descontando a los Maceo Grajales, que todo el mundo conoce, pocos son los cubanos que pueden citar a un intelectual negro de antes o de ahora. La razón de ese olvido es muy sencilla: los negros siempre han sido para los dueños de Cuba factores de producción u objeto de propaganda. El destino de esta comunidad todavía navega entre estos dos escollos. Más allá de ensalzar las improbables virtudes guerreras de la raza cuando ha convenido; el castrismo, y antes de éste la República, se han dedicado a minimizar, cuando no a ignorar, a los pensadores de esta comunidad. La primera se dedicó a exterminarlos concienzudamente, y el segundo, una vez que los decretó redimidos por el socialismo se aplicó a explotarlos hasta el día de hoy.
La verdad es que el único que se preocupó sinceramente por la suerte de los esclavos que hicieron la riqueza de la isla fue el gobierno de Madrid.
Acabada la primera guerra civil comenzada en 1868, a los insurrectos negros se les concedieron los mismos derechos que al resto de los naturales de la isla. En ese sentido, el mundo asociativo de color prosperó de una manera exponencial, creándose, al amparo de las autoridades (y de la ley) numerosas asociaciones de beneficencia y ayuda, así como proto entidades políticas de la más variopinta ideología. Por el lado de las publicaciones periódicas de amplia difusión en La Habana y en el resto de las provincias, destacaba La Fraternidad, dirigida por Juan Gualberto Gómez.
La vida de este hombre (del que nadie se ha preocupado en escribir una biografía digna) de padres esclavos, basta para probar que el régimen español, que en la imaginación colectiva de los cubanos se asocia a un terrible periodo de oscuridad y horror, no era tan malo como lo pintan en los libros de historia. Veamos rápidamente:
Juan G. nació en 1854 el ingenio azucarero Vellocino de Oro, propiedad de Catalina Gómez. Sus padres, Fermín Gómez (Yeyé) y Serafina Ferrer (Fina), eran esclavos, pero a pesar de que la esclavitud funcionaba a pleno régimen en la isla, gracias a su esfuerzo y a la ley que lo autorizaba, lograron ahorrar algún dinero, lo que les permitió comprar la libertad del niño antes de su nacimiento. De ese modo, el joven pudo asistir a una de las numerosas escuelas públicas diseminadas por todo el país, donde su gran inteligencia y dotes intelectuales fueron rápidamente detectadas y valorizada por sus maestros.
Cosa curiosa, aquellos, “desgraciados” esclavos africanos pudieron a costa de enormes sacrificios enviar a su hijo a estudiar a La Habana ¿Cuántos cubanos pueden hacerlo hoy si ni siquiera tiene derecho a instalarse libremente en la capital?
En fin, JG fue inscrito en el colegio Nuestra Señora de los Desamparados, dirigido por Antonio Medina y Céspedes, (un maestro negro, dicho sea de paso), un hombre, que al igual que el resto de los pedagogos en Cuba, tenía carta blanca para inculcar a los niños desde su más tierna infancia las ideas separatistas. En dicho centro, el joven aprendió a leer a los clásicos españoles y a escribir con muchísimo provecho.
Doña, Catalina, la “malvada” negrera dueña del central azucarero donde trabajaban sus padres, convencida de la valía de su protegido decidió (oigan esto que no tiene desperdicio) enviarlo a París para que aprendiera un oficio. ¿Cuántos negros salen de Cuba hoy a estudiar en el extranjero pagados por el régimen de los humildes y para los humildes? Ninguno. Por supuesto, el mozo que no tenía un pelo de tonto, no se contentó con aprender a construir carruajes, sino que fue a por más, llegando a convertirse en 1875 en redactor de la Revue et Gazette des Theatres, lo que será el comienzo de su carrera periodística.
Tres años después regresa a La Habana donde sus ideas políticas lo llevan a codearse con el medio independentista que lo acepta reconociendo sus méritos como hombre de letras, pero también de mundo. Deportado por su activismo, el ya veterano agitador se integra fácilmente en la vida madrileña donde el color de su piel ni sus ideas políticas, le impiden encontrar mujer (blanca) y trabajo como periodista en los medios republicanos como como El Abolicionista, La Tribuna, El Pueblo y El Progreso…
De regreso a Cuba en 1890, miembro del Partido Revolucionario Cubano, siguió publicando La Fraternidad y conspirando de lo lindo como sabemos. El “discriminado” Juan Gualberto era un personaje archiconocido en La Habana, idolatrado por su comunidad para la que, sin lugar a dudas, representaba un ideal a alcanzar.
Como lo permitía la ley de partidos, y a punto de comenzar la segunda guerra civil, el atrevido político todavía se iba de gira a Matanzas y Las Villas para arengar a sus simpatizantes, multiplicando así su popularidad. Al punto que, como lo cuenta el presbítero JB Casas, en su libro La guerra Separatista en Cuba, antes de ser expulsado por segunda vez tras los levantamientos del 24 de febrero, sus admiradores lo pasearon en triunfo por toda La Habana sin que las autoridades lo molestaran.
Refería Casas: “Por aquel mismo tiempo presenciamos la apoteosis de Juan Gualberto Gómez que fue sacado en procesión y recorrió las calles de la Habana con lucidísimo cortejo de coches ocupados por la flor y nata de los hijos e hijas de lucumís y caracolis que le dieron esa prueba pública y solemne de las simpatías de que gozaba entre ellos el libertador de Cuba y en especial de la raza de color. La propaganda que hacía el tal Gómez era muy descubierta, pues el círculo de la raza de color, en donde peroraba y organizaba adeptos, está situado y abierto en la capital, calle de la Habana entre Chacón y Cuarteles, y en él ensayó la gira que verificó después por las provincias de Matanzas y Santa Clara, hasta que llegó a un punto en que se destapó demasiado el entusiasmo y sus secuaces le comprometieron, porque las autoridades se vieron precisadas a recogerle las licencias de discursear y de organizar huestes, obligándole a que volviese a la Habana, con lo cual suspendió la parte pública, pero redobló la más reservada, como se observó posteriormente”.
Asombroso ¿verdad? ¿Cómo se explica que habiendo tanto racismo como nos han contado en los libros de historia cuando Cuba era una provincia española, un personaje con ideas separatistas tan afirmadas como este, haya conseguido alcanzar los primeros puestos de la vida política nacional a la vista de todos?
Deja mucho que desear el destino de los negros en la Cuba revolucionaria de hoy, donde siguen brillando por su ausencia en el primer círculo del poder. Peor aún. Como lo han destacado numerosos estudios y observaciones en la calle, la comunidad se halla casi ausente del incipiente sector privado autorizado por el régimen, donde no ya como emprendedores, pues no tienen acceso a las remesas, sino como simples camareros, pueden encontrar trabajos dignos.
Como sabemos, España está a punto de aprobar una reforma de nacionalidad para hacer justicia a sus descendientes discriminados. Se trata de un paso esperado y necesario que todos celebramos. Sin embargo, pensamos que sus políticos deberían ser más ambiciosos, y no olvidar en la reforma que viene a los descendientes de aquellos negros que, en 1897 fueron reconocidos como ciudadanos españoles, gozando por esa razón de plenos derechos ciudadanos que luego la República mambisa les arrebató. No sólo cambiarían la historia de Cuba y de España, sino la de toda la humanidad.
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